Hace unos meses fue trasladado, una vez más, el gran toro de piedra de origen prerromano que podría ser el origen del nombre de la Ciudad de Toro. Pasó de encontrarse en la rotonda situada junto a la Puerta de Santa Catalina, de la que parte la N-122, la carretera que va hacia Valladolid, a presidir la plaza de San Agustín, ante las puertas del Alcázar. Personalmente, el traslado me parece un acierto, pues el toro es uno de los símbolos de la Ciudad y merece encontrarse en un lugar céntrico, junto a la antigua fortaleza medieval.
Recordaba que mi padre había escrito en los años ochenta del siglo pasado un artículo sobre las diferentes teorías que en aquel entonces se habían elaborado (y que no han variado mucho) sobre el origen del nombre de Toro. Sabía dónde estaba el manuscrito y he decidido publicarlo en mi blog. El artículo fue publicado en su momento (años ochenta, como digo) en la revista local Arco del Reloj. No estoy seguro de si mi padre fue un simple colaborador o formó parte más activa de aquella revista. Más tarde, muchos años más tarde, el mismo artículo volvió a publicarse en el número 1 de la revista ProCulTo, en 2005. Todavía puede encontrarse en la web de dicha asociación. No sé si a él le gustaría que lo publicase; por desgracia, ya no puedo preguntárselo. Este es el contenido del artículo, titulado En torno al nombre de Toro.

En toda publicación de tipo local suele incluirse una sección dedicada a la exposición de aspectos y problemas históricos propios de la comunidad a la que va dirigida; en nuestra revista esa sección no puede faltar, y nada mejor que incluir en ella la exposición de temas tan interesantes como los de los propios precedentes y razón de la denominación de la Ciudad. Últimamente han sido publicados algunos trabajos que actualizan los conocimientos sobre tales problemas, pero, a riesgo de ser reiterativo, estimo interesante presentar un casi esquematizado resumen del estado de las cuestiones sobre los mismos, sin un pronunciamiento en concreto que pretenda ser una solución definitiva -por ahora inviable-, aunque sí apuntar una posibilidad lógica, no exenta de esa imaginación que el historiador Contenau consideraba necesaria como agente coordinador de hechos, y las gentes exigen como imprescindible –y casi patrimonio del subconsciente colectivo- cuando de los orígenes del grupo se trata.
El antiguo oppidum vacceo que las fuentes denominan Arbucala (Pol., 11, 14 y Liv.XXI,5), Albecera (Rav.312,20) o ALBOCELA (Ptol.II,6,49 e Itin. Antnº. 434,7), y que el Itinerario Antonino sitúa en la calzada de Emérita Augusta (Mérida) a Caesarugusta (Zaragoza), en la derivación o vía de Oceloduri, y entre ésta y Amalóbriga (identificadas como Zamora y Torrelobatón, respectivamente), se hace coincidir en su ubicación por Madoz –en base a las coordenadas dadas por Ptolomeo- y Gómez Moreno –por razón de la equidistancia de Oceloduri y del trazado seguido por la calzada cesaraugustana- con nuestra ciudad de Toro, identificación que aceptan en la actualidad la mayor parte de los historiadores, aunque algunos con reservas a falta de otras pruebas que vengan a completar tales cálculos sobre los textos, cual podría ser –me permito apuntar- un examen de la toponimia, que pudiese conducir a una mayor certeza; puesto que el vocablo «albo» (relativo a una divinidad) aparece con alguna frecuencia –y como conservado- en nuestra comarca, así componiendo o formando parte del nombre de pueblos (Veni-albo y Villar-albo) o en la fuente del Caño Alberus –vulgarmente conocida como Cañusverus, por corrupción-.
Si, aceptando los argumentos indicados, admitimos la identificación con Albocela, hemos de excluir, en razón de las propias fuentes en que los mismos se fundamentan, aquella que se pretende con otras dos poblaciones que simultáneamente constan en los textos con ubicaciones diferentes, siendo contemporáneas. Así, ni Octodorum (que indica Lafuente y propone Cuadrado –cuyo argumento, en base a Octo=Otero, también puede geográficamente aplicarse a Zamora-) u Oceloduri (Ptol.II,6.49 e Itin.434,439), mansión que cita el Antonino como situada en la calzada de Emérita a Astúrica –y deben identificarse con las ruinas de Zamora la Vieja, en Castrotorafe-, puede ser admitida, ni debemos considerar seriamente que nuestro solar –en algún momento- se denominase Sabariam, mansión, también citada por el Antonino, entre las actuales Salamanca y Zamora, en la ruta de Emérita a Astúrica, –que debe situarse cerca de Cubo del Vino-, y a la que Ptolomeo (I1,6,49) denominaba Sarabris, núcleo que H. Livermore considera identificable con la capital, de igual nombre, de los sappi (cuya conquista se atribuye a Leovigildo por J. de Biclaro), y a la vez (como algún cronista local también lo ha hecho) con Toro, no sin intercalar entre ambas –cronológicamente- una supuesta Villae Gothorum de época de la repoblación.
Con la conquista romana se abre un paréntesis de oscuridad para nuestra historia local, que sólo se cierra cuando en el s. X se inicia la repoblación de los territorios hasta la línea del Duero, comenzando a figurar desde entonces la denominación correspondiente a nuestra comarca como de Tauro o de Taurum, según las fuentes (Crónica de Sampiro –al hablar de la repoblación-, primer fuero –1222- inclusión en el obispado de Astorga –916-, restitución a la sede de Zamora –s. XII-, etc.), e incluso Campis Torio –denominación que, por haberse conservado para uno de nuestros parajes hasta época relativamente reciente, aún recordarán los mayores-. Es durante el transcurso de este periodo donde diversos autores han buscado el origen de la denominación actual de la Ciudad. Veamos cómo.
Siguiendo a F. Wattenberg deberíamos encontrarlo en el inicio de la última fase de la conquista romana (sobre el año 29) y en los reales del jefe del propio ejército conquistador, Statilio Tauro, quien consiguió el nada desdeñable triunfo (habida cuenta del continuo batallar de Roma contra las tribus indígenas del Norte del Duero durante siglo y medio) de establecer una cabeza de puente dentro del territorio vacceo, consolidándola y viniendo a convertirla en base inicial de operaciones, que con Albocela=Toro como centro y formando una punta de lanza con pequeños puestos fortificados (campamentos. o castros: Castronuevo, San Pedro de Latarce, Tordehumos, etc.) sobre las líneas Sequillo-Torozos, permitirían maniobrar desde ella a la Legio X, conquistando todo el territorio vacceo y progresar hacia Astúrica. La aplicación de la medida –que por sistema y debido a razones de seguridad empleaban los romanos- de desplazar aquella población de las ciudades estratégicas que eran conquistadas (a excepción de la dedicada a actividades que les eran precisas en sus planes militares, como el caso de los artesanos) hacia zonas llanas del territorio (en este caso ¿quizá el lugar hoy llamado El Alba?), sustituyéndola por familias de soldados y otras gentes que seguían al ejército, habría dado lugar a que los nuevos ocupantes fuesen llamados «hombres de Tauro», y a la cuña estratégica «Campo de Tauro», denominaciones que serían conservadas más tarde, perviviendo de forma inconsciente (1). Lo cierto es que S. Tauro regresó pronto a Roma (en 27 a. C.), donde recibiría los honores del triunfo; y que con posterioridad a las guerras cántabras no existe constancia de la existencia de guarnición alguna que pueda considerarse asentada de forma más o menos permanente en este territorio, limitándose los vestigios romanos a restos de fortificaciones y algunas villas del Bajo Imperio, pero en ningún caso en la propia población.
Al tratar la Crónica Albeldense sobre Alfonso I, se dice que «invadió victorioso las ciudades de León y Astorga, poseídas por los enemigos. Asoló los campos que llaman Góticos hasta el río Duero y extendió el reino de los cristianos», mención genérica que ha servido de base a Menéndez Pidal para derivar el origen del nombre de nuestra Ciudad de “Campi Gothorum”, y a Livermore –como antes hemos indicado- para identificar a ésta con Villae Gothorum. Lo cierto es que en la Crónica Albeldense –y sólo en ella- se denominan Campos Góticos a toda la cuenca septentrional del Duero, entre la Cordillera Cantábrica y el río, territorio que gozó de cierta autonomía política (frente a cristianos y árabes) entre la mitad del s. VIII y la mitad del s. IX, y que recibió tal nombre –según Barbero y Vigil- debido posiblemente “a que su población seguía conservando las estructuras e instituciones de la época goda” (al no haber sido asimilados sus habitantes por las formas islámicas), por lo que siguieron conservando el nombre de godos, pervivencia del antiguo orden social del regnum Gothorum que daría origen a la expresión “Campos Gothicos” utilizada por el Albeldense para aquellos territorios no sometidos (según la crónica de Alfonso III), fenómeno semejante al de Septimania, la «Gothia» carolingia, y al de la denominación de mozárabes, “lo que por otra parte no tiene significado étnico alguno, sino social”; llevándonos así a no poder aceptar la formulación de Menéndez Pidal sobre la base de un término genéricamente aplicado a una amplia región por la Crónica, en orden a una posible base social, que, –al margen de las dificultades de la propia derivación- lo hacen difícilmente reducible a un pequeño grupo o población, la más alejada, precisamente, de los que aplicaron el término para, repetimos, un amplio territorio.
La teoría establecida por Sánchez Albornoz sobre la creación de un desierto estratégico entre la cordillera cántabro-astur y el Duero -al inicio de la Reconquista- cuyo vacío sólo se llenaría con la expansión del reino cristiano hasta dicho río y en la subsiguiente acción repobladora, ha conducido a la conclusión de que –roto, durante aproximadamente un siglo, todo vínculo con el territorio y tradiciones anteriores- no cabría fundamentar el nombre de nuestra Ciudad más que en el hallazgo, por parte de las nuevas gentes, del toro de piedra; ahora bien, la tesis sobre la despoblación por motivos estratégicos ha sido puesta en entredicho; y actualmente se reconoce –por Moxó y otros- la existencia de algunos núcleos de población dispersos en la zona, más numerosos de lo generalmente admitido –cual demuestran las investigaciones. de los citados Barbero y Vigil- y con autonomía política, por lo que cabría, en principio, admitir la existencia de un cierto número de habitantes en nuestra comarca que pasarían a integrarse con la población inmigrante, en cuyo caso tal grupo podía o no conservar, de forma más o menos consciente, una tradición en torno a su origen, al igual que otros grupos lo han hecho, sin que en muchos casos –vaqueiros, maragatos, etc.- se conozca o esté claro de donde proviene su denominación y antecedentes; en el primer supuesto los repobladores se limitarían a aceptar la autodenominación del grupo indígena, sobre todo si la misma se encontraba reforzada con la vinculación a un símbolo material, como podría ser el toro de piedra, y si aceptamos como lógico que tal denominación conservada sea la de «hombres de Tauro» –a que se hizo referencia- y se estimaba por los propios indígenas –subconscientemente- relacionada con el signo externo que era la escultura –lo que es admisible desde un punto de vista sociológico-, ello nos conduciría a que el área que habitaban recibiese la denominación –o la conservase- de Campos de Tauro, y a su núcleo central se le llamase Toro; en otro caso, de no existir tradición alguna, tendría que concluirse, como única respuesta lógica que parece avalada por la ausencia casi total de vestigios visigodos y árabes, de que sólo el toro de piedra es causa de la denominación de la ciudad, como tesis más aceptable, en su actual forma al menos.
La clave está, pues, en la escultura del toro, pero ¿puede ésta darnos alguna respuesta más que la simple palabra evocada por su imagen? Pudiera ser, y desde luego bastante sugestiva, y aquí es donde entra en función la imaginación con función coordinadora. Desde luego se trata de una imagen u objeto cultural, como se deriva del rehundido lateral y huecos para la fijación de astas, vinculada a un ancestral culto al toro, que Blázquez afirma existió, entre otras, en esta zona desde época precelta. Los dioses célticos revestían diverso carácter (acuático, guerrero, etc.) según los lugares de culto, teniendo, con arreglo a las poblaciones sus propios y diferentes nombres, que les distinguían de los de su especie, dándoseles distintas formas, incluso de animales, entre ellos el toro, culto que los indoeuropeos, tras su invasión, habían aceptado –y en la esencia de algunas tradiciones se conserva hoy día en algunas regiones-. El mismo autor –al igual que García Bellido- incluye en su lista de divinidades prerromanas a un dios de carácter toponímico (es decir, que recibe el nombre de la advocación de su culto y centro en que éste radica) denominado Albocelo, el que muy bien pudo revestir la forma de un toro –como otros dioses de la misma cultura- recibiendo en la ciudad su culto de los «albocelensis» citados en dos estelas halladas en la cuenca del Duero, lo que nos induce a estimar que en el toro de piedra (tan traído y llevado aquí como lo ha sido de emplazamiento en emplazamiento a lo largo de su historia) se da la conjunción de teorías expuestas sobre el antiguo asentamiento y el nombre actual, permitiendo una vinculación de conjunto que lleva a la conclusión de que, llamémosles –conforme a su época- «los de Albocelo», «hombres de Tauro», o toresanos, sus habitantes participan en esencia de algo que les vincula desde su origen, y desde la antigüedad nuestra Ciudad ha poseído en esencia el mismo nombre –aunque bajo distintas expresiones lingüísticas-, todo ello debido a esa –tan maltratada- imagen pétrea que llevaría a los repobladores a confirmarlo con un vocablo de su propia lengua.
Cualquiera de los lectores podrá sacar su propia conclusión con arreglo a las consideraciones que hemos ido exponiendo, por nuestra parte sólo hemos tratado de mostrar un estado de cuestiones –como al principio indicamos- y sugerir una posibilidad de continua identidad esencial, que quizá algún día pueda verse confirmada sobre más sólidas bases.
Augusto Rodríguez Samaniego.
(1) Al igual que en diversos lugares franceses se denominan (con motivo de la conquista de la Galia) “Campos Cesarienses”.
